Allí estaba por fin un 6 de abril, en la antesala del refectorio del antiguo convento dominico de Santa Maria delle Grazie en Milán, después de no pocos meses intentando visitar el Cenacolo Vinciano. Y toda esta espera para permanecer tan solo quince minutos delante del famoso fresco. Me rodeaba un grupo de turistas provistos de sus cámaras réflex y smartphones. Por fin llegó nuestro turno, se abrió la puerta corredera y accedimos a la sala donde desde hace más de quinientos años se encuentra La Última Cena de Leonardo da Vinci. Con nosotros había entrado también un joven fraile dominico con su sobrio y elegante hábito, es decir, uno de los guardianes naturales de la pintura que guiaba a un reducido grupo con sus conocimientos de la obra. Y no pude por menos que imaginármelo en esa misma sala cinco siglos antes, compartiendo su refectus (comida o refresco, de ahí el nombre de refectorio) junto al resto de su orden en uno de los laterales del amplio comedor, en un estricto silencio roto solamente por la lectura del Evangelio a cargo de otro de los monjes.

Yo también había entrado teléfono en mano dispuesto a inmortalizar la imagen, pero pronto comprendí lo absurdo de dicha intención. En casa me esperaba el libro de Taschen sobre Leonardo con reproducciones muchísimo más fieles al original que las que podría obtener con mi iPhone. Así es que hechas las tres o cuatro fotos testimoniales lo metí en mi bolsillo y me dediqué a contemplar el fresco en su ubicación histórica. El mismo fresco que a punto estuvo de ser trasladado a Francia (pared incluída) por un monarca caprichoso; o que sobrevivió de milagro a las bombas de la Segunda Guerra Mundial que destruyeron las dos paredes longitudinales del refectorio. Y pensé en la enorme cantidad de miradas que en ese mismo lugar se habían detenido alguna vez sobre los trece personajes, sobre sus rostros y sus manos, sobre los objetos de la mesa, sobre el mantel y sus múltiples dobleces.

El filósofo alemán Walter Benjamín definía el aura de una obra de arte como aquello que la hace única, la actualización de su aquí y ahora en todo momento independientemente del tiempo y del espacio del observador. De tal modo que ninguna obra original puede de ser reproducida de nuevo, ni siquiera por el mismo artista que la confecciona. No puede haber dos Giocondas idénticas como tampoco dos Capillas Sixtinas idénticas.

Hoy en día se conservan al menos dos copias en lienzo de La última cena; una en Londres y otra en la Abadía de Tongerlo en Amberes que se sospecha que pudo haber sido pintada por discípulos directos del maestro, e incluso alguna parte significativa por Leonardo mismo. Pero la pared que se conserva en Milán es la única que contiene la pintura original, el proyecto que obsesionó al genio italiano durante los cuatro años que duró su ejecución. Y este dato es muy importante ya que para su realización tuvo que contar con ese espacio concreto, con sus dimensiones, iluminación, y función específica. Además tuvo que dialogar con un compañero de viaje, el fresco de Giovanni Donato da Montorfano pintado sobre el muro opuesto del mismo refectorio que representa el momento de la crucifixión con la Virgen María al pie de la cruz, que según el guía dominico condicionó los colores del ropaje del Jesucristo leonardesco. De hecho, tan importante es tener en cuenta esa arquitectura y función de la sala que uno de los mejores puntos para visualizar la perspectiva de la obra en toda su profundidad es hacia el centro; emplazamiento desde el que es fácil adivinar la mirada contemplativa de los monjes sentados siglos antes alrededor de la mesa y por qué no, en su última cena particular.

Texto y fotografía: Jesús de la Iglesia (Reproducción/fragmento de La última cena de Leonardo).

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