Me gusta más por lo que no cuenta que por lo que cuenta. No cuenta qué destruyó ese matrimonio feliz de las fotografías, qué hizo Travis durante esos cuatro años desaparecido, cómo fue la vida de Jane, qué relación tendrán madre e hijo después del reencuentro, por qué decide Travis desaparecer y dejarlos…
No lo cuenta, sin embargo, imaginamos el paso de la pasión y felicidad al alcohol y los celos, la inmadurez de una madre joven sin vocación de madre, la deriva de Travis durante cuatro años en un paraje inhóspito, con seres aún más inhóspitos viviendo al margen de la ley, la vida agridulce de Jane, una combinación entre la libertad ansiada y el dolor de entregar su alma e incluso su cuerpo a desconocidos. El lenguaje sin el verbo.
Cómo se puede emocionar tanto con el silencio, con la evocación.
Yo veo una reconciliación con el ser humano.
No somos prototipos, no respondemos a un patrón, a una etiqueta. Somos complejos porque somos libres. Y en esa libertad entra la capacidad de sorpresa, la capacidad de generar belleza, como cuando Travis limpia los zapatos, conecta con la mujer de su hermano, le da la mano a un desconocido en el puente, recupera el afecto de su hijo o decide de nuevo desaparecer.
Hay belleza en todos los personajes, una belleza apabullante en Jane detrás del cristal con el jersey rojo, en la sensibilidad delicada de Travis, en la mirada del niño, en la ternura de la mujer del hermano, en la comprensión.
Hay  belleza visual desconcertante a lo largo de la cinta.
Y belleza acústica en unos acordes imposibles de olvidar.
Un espectáculo redondo, tan redondo como sus personajes y la impronta que dejan en uno, incluso meses después de verla.

Texto: Gema Sampedro. Fotografía: Jesús de la Iglesia (en algún lugar de la Lombardía, Italia). 

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