Fue un jueves de septiembre.

La atmósfera de Milán de noche es especial.

Salimos del metro y nos encontramos con “Il Duomo” de frente. Esa imagen siempre me conmueve.

Me encanta la sensación de no ser turista en la ciudad. 

Caminamos bajo el cielo nocturno y las luces de las calles, entre la gente que poco a poco se despedía de la jornada.

Comimos la mejor focaccia de Milán, de pie, en un local muy concurrido, con música de Rosalía de fondo. 

Salimos y atravesamos las galerías más famosas del mundo, aún con turistas, pero ya empezando a vaciarse.

Sobre las 19:30 nos dirigimos hacia La Scala (su nombre provoca una reverberación en mi cerebro).

Qué ganas de un “capuccino bollente” con cacao. 

Decidimos aventurarnos y lo tomamos en la cafetería del teatro. Una cafetería donde se respira un ambiente refinado, como un salón con terciopelo y mármol de los años 50. Una bien conseguida mezcla entre tradición y modernidad.

Tomamos el capuccino en la barra, sentados en unos altos taburetes de verde esmeralda. Rico y con un precio honesto (como diría un italiano).

Por fin, entramos y nos dirigimos a nuestros sitios. Para nuestra sorpresa, estábamos solos en el palco; así que cambiamos nuestras banquetas de la última fila por los asientos de la primera y así, apoyados en la barandilla, comenzamos a disfrutar del espectáculo.

Tiene algo mágico la ópera. Será porque es una obra de arte total. 

Impresiona la música de la orquesta, la voz de los intérpretes, la actuación de los personajes, la puesta en escena y el espacio en el que te encuentras.

Dos momentos para el recuerdo: la copa de prosecco del intervalo en la terraza, en una noche aún un poco cálida, observando la plaza con su estatua de Leonardo y el ambiente nocturno de la ciudad;  y la “furtiva lacrima” que tantas veces escuché antes y que por fin sonaba en directo.

Emociones revueltas. La noche aún guardaba otra sorpresa.

Salimos de La Scala y atravesamos de nuevo la galería para llegar hasta la catedral. Allí nos encontramos con una plaza abarrotada; era un concierto. 

Justo cuando nos situamos frente al escenario, empezó a sonar la canción que este último año nos acompañó en tantos viajes en coche con mis hijos. Soldi. Mahmood. 

Sí lo sé. Nada que objetar.

Dos palmadas y un buen sabor de boca al despertarme.

Texto: Gema Sampedro. Fotografía: Jesús de la Iglesia.

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